miércoles, 28 de agosto de 2013


Asisto a uno de esos momentos que parecen sacados del comienzo de una película. Sentada en el metro de transbordo a Ventas, la banda sonora la pone el hermano perdido de Pancho Céspedes mientras le sonríe a una niña rubia de madre cubana. Es un niño- le aspeta el padre al intérprete mientras le da unas monedas.

Magia que se rompe con un hombre vomitando resaca al salir al andén. 

Felicidad. La que sentí al ver a un niño francés tumbado en el suelo, dibujando en su cuaderno de tapas blandas las formas de arquitecturas utópicas de un Madrid inventado. Mientras, su madre le hace una foto sin pose, de esas que ganan concursos cuando el público vota. 

Escribo sentada sobre colchones en palets mirando a Cibeles, rozando la espalda de unos alemanes que observan las fotos de la ciudad que me vio nacer. Transformada, atormentada de nubes grises, de edificios infinitos respecto al tamaño medio español. 

Me marcho. Sin banda sonora. A recoger los sabores de un japonés en Huertas... 

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